Todo cobra gran valor. No hay
bienes sustitutivos: lo que tienes es lo que tienes. No hay
sitio alguno donde ir a comprar aquello que se te olvidó. En
nuestras ciudades puedes pedirlo por teléfono: te lo llevan a casa. Aquí no
hay teléfono. Solo una radio se pone en marcha a las horas de la comida
para hablar con Brazzaville: así nos enteramos de cómo va el mundo.
Estoy radiante después de ducharme con agua fría. Me quito la ropa de tres días de viaje con medio kilo de polvo de estas pistas (en todo el país apenas unos pocos kilómetros están asfaltados).
Todo fluye. El hecho de haberme
plantado en su pueblo no les extraña, se ve como un evento agradable y se sorprenden
cuando contesto que estaré solo un mes. Qué poco, pero se alegran de que ellos me
hayan interesado lo suficiente como para venir desde la distancia a hacerles
una visita.
Les gasto bromas, les pregunto. Me responden riendo pues les llama la atención que pueda hablar un poco de lingala. Pero casi siempre en francés. Todos trilingües: el mbeti es su lengua doméstica y se habla en el este del Gabón, a ochenta kilómetros.
Los carmelitas tienen una huerta, cabras, gallinas y conejos: cosas de los ‘blancos’, que son tan raros. ¿Comer de 'eso'? ... puaf !
Te estrechan continuamente la mano.
Te respetan con tacto exquisito.
Te admiran.
Te quieren.
Te siguen a todas partes.
Te sonríen.
Si les hablas se entusiasman. Como tú eres un millonario para ellos (son cualquier cosa menos tontos, así que créetelo): te piden de todo sin cesar. Laca de uñas, sardinas, bombones (o sea, caramelos), tabaco, tinte capilar, inyecciones, tus zapatos, tu cinturón, algodón, los equipos de imagen y sobre todo que les lleves a Europa. Te examinan de tu vida pasada, presente y futura solo si tú no pones inconveniente: diplomáticos sin carrera.
Los carmelitas de Kéllé me presentan como cooperante español. Algo tienen que decir; pero sí, hago como que despacho medicamentos en su farmacia. Bien, me conformo con no estorbar. Tampoco he medido -ni pienso hacerlo nunca- si mi viaje sirve para algo o para alguien. Solo confesaré que he vivido.
Después de una opípara cena duermo como un tronco: ¿cansancio o mi mala cabeza, como dice la canción de este clip mientras el muchacho arregla esas lechugas?
Estoy radiante después de ducharme con agua fría. Me quito la ropa de tres días de viaje con medio kilo de polvo de estas pistas (en todo el país apenas unos pocos kilómetros están asfaltados).

Les gasto bromas, les pregunto. Me responden riendo pues les llama la atención que pueda hablar un poco de lingala. Pero casi siempre en francés. Todos trilingües: el mbeti es su lengua doméstica y se habla en el este del Gabón, a ochenta kilómetros.
Los carmelitas tienen una huerta, cabras, gallinas y conejos: cosas de los ‘blancos’, que son tan raros. ¿Comer de 'eso'? ... puaf !
Te estrechan continuamente la mano.
Te respetan con tacto exquisito.
Te admiran.
Te quieren.
Te siguen a todas partes.
Te sonríen.
Si les hablas se entusiasman. Como tú eres un millonario para ellos (son cualquier cosa menos tontos, así que créetelo): te piden de todo sin cesar. Laca de uñas, sardinas, bombones (o sea, caramelos), tabaco, tinte capilar, inyecciones, tus zapatos, tu cinturón, algodón, los equipos de imagen y sobre todo que les lleves a Europa. Te examinan de tu vida pasada, presente y futura solo si tú no pones inconveniente: diplomáticos sin carrera.
Los carmelitas de Kéllé me presentan como cooperante español. Algo tienen que decir; pero sí, hago como que despacho medicamentos en su farmacia. Bien, me conformo con no estorbar. Tampoco he medido -ni pienso hacerlo nunca- si mi viaje sirve para algo o para alguien. Solo confesaré que he vivido.
Después de una opípara cena duermo como un tronco: ¿cansancio o mi mala cabeza, como dice la canción de este clip mientras el muchacho arregla esas lechugas?
… tala mayele mabé
oh, mayele mabé …
… mira qué poca cabeza
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